lunes, 11 de mayo de 2015

De las almas arrugadas.

El vacío golpea en cualquier momento
y me sumerge, me absorbe, me rodea de un agua negra
tan densa que no soy capaz de patalear;
me llena los pulmones y sólo puedo rezar por flotar.

No me invade ningún tipo de nostalgia
(a lo mejor eso es lo peor de todo).
No echo de menos, no miro tus cosas y siento que he perdido,
las veo a diario y no duelen,
no sangran,
no me susurran como restos
de algo que todavía no ha terminado de pasar.

Y aun así he perdido,
(a lo mejor es que llevo perdiendo un tiempo),
pero en realidad no me importa tanto la pérdida.
En realidad no me importo lo suficiente
y por eso la sensación no me engulle.

Por supuesto, no me importa no importarme.

Echo de menos el echar de menos
para así tener una excusa para llorar de vez en cuando,
para no tener que quedarme sola conmigo
sino con fantasmas que me quieren más que yo.

Quizás eso sí sea lo peor de todo al fin y al cabo:
el no tener nada con lo que defenderme
cuando vienen los monstruos de la melancolía
porque soy yo con mil disfraces atacándome.

Que me conozco los recovecos donde más duele
y meto bien la lanza
para recordarme que sigo sin sentirme especial
y que la vida se está equivocando conmigo.

Y mañana me volveré a lavar el alma.
Volveré a peinarla para que sonría
pero sin hablarle,
en el equilibrio inestable que es
el no acordarme de mí.
(Si nos hablamos nos rompemos, y tampoco nos llevamos bien).

Estoy justo en el estado en el que apetece leer El guardián entre el centeno.


Un abrazo tan fuerte que te junte las piezas rotas.

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