lunes, 30 de enero de 2012

Caos.

Acumulo los segundos que pierdo intentando coser tiempo con ellos, y al final resulta que se rompe el hilo. No hay retroceso. Hay trenes, muchos trenes que pasan por estaciones subterráneas y te absorben la vida. Joder, odio la estación de San Bernardo. Quiero correr, quiero huir de algo que desconozco, quiero dejar de pensar. No hay lágrimas. Pero entra agua por todas partes. Por las ventanas, por las puertas. De pequeña odiaba las clases de natación y nunca supe compaginar los brazos con las piernas, los coordiné para bailar y ahora no me sirve. Echo de menos los tacones y las faldas negras con vuelo, el ritmo armónico y caótico del choque de mis talones contra el suelo, pero eso también se fue. Y me ahogo. Me asfixio como aquel día a las seis de la mañana con una mascarilla de oxígeno. Me congelo porque el sol se ha ido, aunque él también es feo y naranja. No sé cuándo se me ocurrió pintar mi habitación de ese color, ahora preferiría que fuera morada. A mí el color que me gusta es el naranja del atardecer, o el verde de los tréboles. Pero no el naranja de la bola de fuego que es el sol. Me da miedo el universo. Los agujeros negros formaron parte de mis peores pesadillas a los diez años, y ahora que los doy en física me acojonan todavía más. A veces no me gusta saber. Es como una jaula. Y la llave la tiré al fondo de un río. Ese día estaba con él. Pero entonces no era una jaula. Era un símbolo, el del infinito. Eso me calma y me hace saber que la vida está en otro sitio. Me tira de la manga y me lleva a casa. Me desintoxica del veneno de la tristeza consumada que deja rastro antes de irse. Y me cura las heridas con besos de miel. Me hago pequeña otra vez sólo para que me acune y me duerma en su pecho. Me hace feliz.

Qué asco de crisis absurdas de personalidad un lunes a las ocho y media.


No hay comentarios:

Publicar un comentario